*Por Patricia Bottale
La tarde caminaba deliberadamente hacia la noche. El salón de clases se oscurecía sin remedio. Juan quería poseer los secretos del tiempo y sus espirales caprichosos, pero todos los jueves ocurría lo mismo: las horas se precipitaban y los alumnos de “modelo vivo” comenzaban a guardar las telas, las carbonillas, y una parte maravillosa de sus vidas.
Entonces ella, cuando el reloj daba las 19.00 horas, estiraba las piernas despacio, estiraba los brazos, las manos, los dedos… y alcanzaba una bata que descansaba inerte a sus pies. Se soltaba el pelo, y con los movimientos de un felino, se dirigía descalza al cuarto de atrás. Desaparecía del salón de clases y de su vista, pero no de su expectativa. Continuaba día tras día latiendo imprecisa entre sus apuntes y sus fantasías. La había tocado tantas veces…
-¿Me pintás de cuerpo entero, o sólo la cara?
Juan levantó su mano como una caricia en el aire sobre sus ojos. Sonrió. Estaba cerca, podía olerla. Recordó a Cortázar “…toco tu boca, toco el borde de tu boca…”
Se preguntó si ese olor viejo y frutal era el producto de tantas noches, mezcla de óleos y lluvias clandestinas. Descubrió orillas, recodos, humedad y silencio; pinceladas de urgencia y unas manos que se aferraban para jugar con él.
Lentamente, con la fatiga de lo irrepetible, se separaron, reclamando cada uno volver a su propio cuerpo, sólo para recomenzar, sabiendo, entonces, que nunca más… volvería a dibujarla.
La tarde caminaba deliberadamente hacia la noche. El salón de clases se oscurecía sin remedio. Juan quería poseer los secretos del tiempo y sus espirales caprichosos, pero todos los jueves ocurría lo mismo: las horas se precipitaban y los alumnos de “modelo vivo” comenzaban a guardar las telas, las carbonillas, y una parte maravillosa de sus vidas.
Entonces ella, cuando el reloj daba las 19.00 horas, estiraba las piernas despacio, estiraba los brazos, las manos, los dedos… y alcanzaba una bata que descansaba inerte a sus pies. Se soltaba el pelo, y con los movimientos de un felino, se dirigía descalza al cuarto de atrás. Desaparecía del salón de clases y de su vista, pero no de su expectativa. Continuaba día tras día latiendo imprecisa entre sus apuntes y sus fantasías. La había tocado tantas veces…
Seguía dibujándola en la habitación de la pensión, y como un loco, le contaba a esa imagen sus miserias.
Aquella tarde, la lluvia fue el cómplice inesperado. Ella abrochó su bata y se dirigió hacia el caballete rozando con sus pies desnudos la gastada madera del piso. Los otros alumnos, oportunamente, iban despidiéndose.
Sus dedos rozaron aquel nuevo lienzo hecho de piel infinita. Sintió el calor que recorría su cuerpo sin permiso, y quiso tocar más y más…
Se preguntó si ese olor viejo y frutal era el producto de tantas noches, mezcla de óleos y lluvias clandestinas. Descubrió orillas, recodos, humedad y silencio; pinceladas de urgencia y unas manos que se aferraban para jugar con él.
Lentamente, con la fatiga de lo irrepetible, se separaron, reclamando cada uno volver a su propio cuerpo, sólo para recomenzar, sabiendo, entonces, que nunca más… volvería a dibujarla.
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